Por Edesio Sánchez Cetina

Introducción

En la Biblia, aquí y allá, se nos cuenta que los niños juegan un papel salvador en el preciso momento en el que el pueblo de Dios y sus líderes se encuentran atrapados en la lógica del adulto para resolver los problemas de la vida.

Samuel, el niño, fue el elegido de Dios para inyectarle nueva vida al ya desgastado liderazgo de Elí y sus hijos (1 S 2). David, el pastorcito de Belén, resultó ser el mejor equipado y entrenado para acabar con la fuerza bélica filistea, a expensas del poder militar del ejército del rey Saúl (1 S 17). El niño de la alimentación de la multitud en Juan 6.5-15 con sus cinco panecillos y dos pescados se unió a Jesús para darle de comer a más de cinco mil personas; un problema que los discípulos con su mente adulta no podían resolver «a la manera de Cristo», es decir, a la manera infantil.

El profeta Isaías, al mirar el desastre en el que vivía su nación y los pronósticos desalentadores de su futuro histórico, vislumbró un mundo mejor, el mesiánico, radicalmente distinto al definido y diseñado por los adultos. Los que en el mundo «normal» son víctimas o victimarios, en este nuevo mundo se convierten en compañeros de vida (Is 11.6[1]), y tienen por líder o pastor a un niño pequeño (naʽar qaton):

Entonces el lobo y el cordero vivirán en paz,

el tigre y el cabrito descansarán juntos,

el becerro y el león crecerán uno al lado del otro,

y se dejarán guiar por un niño pequeño.

Dios parece no considerar como opción viable irrumpir soteriológicamente en la historia humana con un proyecto diseñado por y para adultos. A través de su vocero, el profeta Isaías, decide proclamar su emmanuel (Dios-con-nosotros) como el Dios-niño:

Porque nos ha nacido un niño,

Dios nos ha dado un hijo,

al cual se le ha concedido el poder de gobernar.

Y le darán estos nombres:

Admirable en sus planes, Dios invencible,

Padre eterno, Príncipe de paz.

Se sentará en el trono de David;

extenderá su poder real a todas partes,

y la paz no se acabará;

su reinado quedará bien establecido,

y sus bases serán la justicia y el derecho

desde ahora y para siempre.

Esto lo hará el ardiente amor del Señor todopoderoso. (Is 9.6-7)

La primera navidad celebró no la llegada de un guerrero adulto y poderoso, armado hasta los dientes, sino la irrupción del Dios «todopoderoso» en la persona del niño de Belén, el bebé nacido en una cueva, acostado en un comedero de animales y rodeado por humildes pastores que habían escuchado el anuncio angelical:

No tengan miedo, porque les traigo una buena noticia, que será motivo de gran alegría para todos: Hoy les ha nacido en el pueblo de David un salvador, que es el Mesías, el Señor. Como señal, encontrarán ustedes al niño envuelto en pañales y acostado en un establo. (Lc 2.10-12)

En el proyecto salvífico de Dios, el proyecto central de la historia humana, no es el adulto el protagonista; es el niño. A los adultos que acompañaron a Jesús les costó entender el proyecto infantil de Dios, y de distintas maneras Jesús tuvo que recordárselos: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños (Mt 11.25, RVR-60); Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios. De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él (Mc 10.14-15[2]).

En efecto, al decir de Jesús, el reino de Dios pertenece a los niños y a los que son como ellos. Y, ¿quiénes son como ellos? Jesús responde: los pobres; estos son los otros «dueños» del reino (Lc 6.20). En relación con esto, son muy pertinentes las palabras de Eduardo Galeano citadas en su libro Patas arriba: la escuela del mundo al revés (p.14): «Niños son, en su mayoría, los pobres; y pobres son, en su mayoría, los niños. Y entre todos los rehenes del sistema, ellos son los que peor la pasan. La sociedad los exprime, los vigila, los castiga, a veces los mata: casi nunca los escucha, jamás los comprende.»

Me llama sobremanera la atención que en los dos pasajes que me han parecido más apropiados para una relectura desde la perspectiva infantil, 2 Reyes 5 (Naamán) y Lucas 19.1-10 (Zaqueo), los protagonistas centrales se vuelven niños y a la vez se vuelven pobres; es decir, se despojan sin pesar de sus bienes materiales. Reflejan la misma característica de Dios: Porque ya saben ustedes que nuestro Señor Jesucristo, en su bondad, siendo rico se hizo pobre por causa de ustedes, para que por su pobreza ustedes se hicieran ricos. (2 Cor. 8.9).

El juego, reino del niñoDeberá resultarnos obvio que el ser pobre no define el ser niño, ni viceversa. Aunque hay que reconocer que en América Latina ser niño y ser pobre es, en mucho, lo mismo. Sin embargo, la discusión bíblico-teológica previa, nos lleva por otro camino. Dios vislumbra su futuro reino en manos de los niños, porque ellos tienen una cualidad propia de la infancia: el juego. En esta perspectiva, el juego es algo muy serio; si se quiere «peligroso» para quien se aferra a hacer las cosas y definir al mundo y a la sociedad a lo adulto.

Quizá valga la pena definir qué es ser adulto, antes de hablar del juego como definición del ser niño. Ser adulto, en el contexto de nuestra reflexión, es querer usar los medios de poder y la riqueza para alcanzar la victoria y el éxito. Es querer resolver los errores del mundo construido por adultos con sus propios medios de gente adulta, seria, calculadora, tecnificada y científica. Jean Duvignaud dice:

   El pensamiento de nuestro siglo rehúye lo lúdicro: se empeña en establecer una construcción coherente donde se integren todas las formas de la experiencia reconstituidas y reducidas mediante sus propias categorías. Se ha emprendido un inmenso esfuerzo por escamotear el azar, lo inopinado, lo inesperado, lo discontinuo y el juego. La función, la estructura, la institución, el discurso crítico de la semiología sólo tratan de eliminar lo que les aterra.

Son muchas las razones de ese ocultamiento. En primer lugar, las exigencias intelectuales de una economía de mercado y una tecnología con frecuencia incontrolada, que dejan poco lugar para el terreno baldío de la ensoñación, aparentemente fútil: de cualquier latitud que sean, a los planificadores les repugna tomar en cuenta, en el balance de los recursos humanos, el ―precio de las cosas sin precio‖, es decir, de las actividades que no justifica en absoluto la redituabilidad. El positivismo ha logrado eliminar lo que estorbaba su visión ―plana‖ del universo.[3]

Por su parte, Eduardo Galeano dice:

   En el mundo tal cual es, mundo al revés, los países que custodian la paz universal son los que más armas fabrican y los que más armas venden a los demás países; los bancos más prestigiosos son los que más narcodólares lavan y los que más dinero robado guardan; las industrias más exitosas son las que más envenenan el planeta; y la salvación del medio ambiente es el más brillante negocio de las empresas que lo aniquilan. Son dignos de impunidad y felicitación quienes matan la mayor cantidad de gente en el menor tiempo, quienes ganan la mayor cantidad de dinero con el menor trabajo y quienes exterminan la mayor cantidad de naturaleza al menor costo.[4]

Por último, ser adulto es obligar al niño a convertirse en «adulto chiquito»:

Dejad que los niños vengan a mí.

La venta de armas de fuego está prohibida en los Estados Unidos, pero la publicidad apunta esa clientela. Un aviso de la National Riffle Association dice que el futuro de los deportes de tiro está «en manos de nuestros nietos», y un folleto de la National Shooting Sports Foundation explica que cualquier niño de diez años debería disponer de un arma de fuego cuando se queda solo en casa o cuando marcha solo a hacer alguna compra. El catálogo de fábrica de armas New England Firearms dice que los niños son «el futuro de estos deportes que todos amamos».

Según los datos del Violence Policy Center, las balas matan cada día, por crimen, suicidio o accidente, a catorce niños y adolescentes menores de diecinueve años, en los Estados Unidos. La nación vive de respingo en respingo, y de sofocón en sofocón, por las balaceras infantiles. Cada dos por tres aparece algún niño, casi siempre blanco, pecoso, que acribilla a sus compañeritos de clase, o a sus maestros.[5]

De acuerdo con los estudios de la personalidad humana, lo que realmente define al niño como tal es el juego, no otra cosa. La definición que al respecto dan varios diccionarios así lo confirma: «el juego es la actividad recreativa espontánea y organizada de los niños»[6]; «el juego es el ejercicio o acción por medio del recreo o la diversión, observado especialmente como actividad espontánea de niños o animales jóvenes».[7] Rubem Alves, teólogo brasileño y autor de cuentos, dice lo siguiente al respecto:[8]

¿Qué es un niño? Parece que el mito de su inocencia y pureza murió hace mucho tiempo. Freud fue el sepulturero. Ejemplos de amor tampoco son. Su narcisismo es por demás evidente: sólo se ven a sí mismos. Si hay algo que les es característico es su capacidad de jugar.

Pero, ¿por qué le damos al juego tanta importancia en esta nuestra reflexión? ¿Por qué un libro de teología dedicado al juego o manuales de terapia psicológica a partir del juego?[9] ¿Por qué el profeta Isaías, vocero de Dios, vislumbra el nuevo reino de Dios en el contexto infantil y por qué Dios se vuelve emmanuel en la persona de un niño? Escuchemos de nuevo a Alves: «. . . los niños y los bufones. . . saben que el entretenimiento y la risa son cosa seria, que quiebran hechizos y exorcizan la realidad.» Y, es que

en el mundo del juego las estructuras no se transforman nunca en ley. Cada nuevo día se presenta como un espacio libre, que permite que todo comience de nuevo, como si nada hubiera pasado…todas las cosas se hacen nuevas, las viejas desaparecen (2 Co 5.17); los ojos comienzan a ver lo que los otros no ven…

El juego se convierte en una denuncia de la lógica del mundo adulto. Los niños se niegan a aceptar el veredicto del «principio de realidad». Separan un espacio y un tiempo y tratan de organizarlos según los principios de la omnipotencia del deseo. Y allá se mueve un grupo de niños, en medio del mundo adulto, como una protesta contra él… ¿Será algo semejante a esto lo que Jesús tenía en mente, al hablar de la necesidad de que nos volvamos niños? Los niños no se conforman con este mundo… No es posible que la seriedad y la crueldad adulta sea lo más importante que la vida puede ofrecernos… El mundo puede ser diferente. Y, en el juego, esta cosa nueva se ofrece como aperitivo.

Hablando del juego, Duvignaud, dice lo siguiente: «el fin del juego es el juego mismo‖ y porque se trata de ―una actividad propia, paralela, independiente, que se opone a los actos y a las decisiones de la vida ordinaria mediante características que le son propias y que hacen que sea juego».[10]

En el estudio del juego como práctica preponderantemente infantil, resulta sorprendente descubrir que un territorio privilegiado del juego es el del lenguaje. En sus juegos, los niños inventan palabras, cambian la sintaxis, hacen añicos el discurso social de los adultos. En eso, se parecen a los poetas. Estos son los que «prolongan más allá de la infancia el poder de cambiar el orden de las palabras y alterar la sintaxis».[11]

En realidad, es tremendo reconocer los paralelos que se dan entre el juego y la poesía: nos sorprenden, son creativos—crean espacios de vida o mundos nuevos—, se enfocan más en los sentimientos que en la razón, apelan más a lo lúdicro que a lo productivo, funcionan como palabra profética pues subvierten al mundo demasiado «conocido» y fácil de predecir. En el juego y la poesía, se crean nuevos lenguajes, y la metáfora ocupa lugar privilegiado. Y esto es escandaloso: «Ya Platón echaba de la ―ciudad‖… a todos aquellos que mutilan la sintaxis o la lengua: a los poetas. Para quien altera impunemente la configuración establecida de las cosas y los valores, sólo un lugar es conveniente: el exilio».[12]

Sobre el poder del lenguaje profético es digno de tomar en consideración las palabras de Walter Brueggemann:

Cuando hablo de poesía no me refiero al ritmo, rima o métrica, sino al lenguaje que… salta en el momento preciso, que desenmascara viejos mundos con sorpresa, fuerza y paso acelerado. El discurso poético es la única proclamación que merece expresarse en una situación de reduccionismo, la única proclamación, sugiero, que es digna de llamarse predicación. Este tipo de predicación no es la instrucción moral o la solución de problemas o la clarificación doctrinal. No es el buen consejo, ni la caricia romántica, ni el humorismo relajante. Es, más bien, la propuesta ágil, resuelta y sorpresiva de que el mundo real al que Dios nos convida para vivir no es el que ofrecen los gobernantes de esta era. . . El discurso poético del texto bíblico y del sermón es la construcción profética de un mundo que trasciende este que ya nos parece tan desgastado.[13]

[1]Las citas bíblicas, a menos que se indique lo contrario, son tomadas de la versión Dios Habla Hoy (Miami: Sociedades Bíblicas Unidas, 1994). [2]¡Error! Sólo el documento principal.Reina, Casiodoro de; Valera, Cipriano de, La Santa Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento (Nueva York: Sociedad Bíblica Americana, 1960). [3] Jean Duvignaud, El juego del juego (México: Fondo de Cultura Económica, 1982): 13. [4]Eduardo Galeano, Patas arriba: la escuela del mundo al revés (México:Siglo XXI Editores, 1998): 6. [5]Galeano: 109. [6]Gove, Philip Babcock, Webster’s Third New International Dictionary (Cambridge: Riverside Press, 1961). [7]Shorter Oxford English Dictionary (Oxford: Oxford University Press, 1993). [8]Rubén Alves, La teología como juego (Buenos Aires: Asociación Ediciones La Aurora, 1982): pp. 116-117, 130, 140-141 [9]Por ejemplo el de Lenore Terr, El juego: por qué los adultos necesitan jugar (México: Ediciones Paidós, 2000). [10]Duvignaud: 42 [11]Duvignaud: 33 [12]Duvignaud: 34-35 [13]Walter Brueggemann, Finnaly Comes the Poet (Minneapolis: Fortress Press, 1989): 3-4. 

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