Por Juan José Barreda Toscano

Muchos entendemos la evangelización como un “acercamiento simpático” al otro, como una “mirada misericordiosa” a su realidad trayéndolos a nuestro mundo… Con esta mirada, no es muy difícil caer en perspectivas soberbias respecto a las posibilidades de la iglesia y su influencia en el mundo. La expresión paulina: “Todo lo puedo en Cristo que nos fortalece” habla de sus vulnerabilidades, de la imposibilidad de realizar la obra de Dios amándonos unos a otros fuera de Él. Pero están quienes la han tomado para ostentar poder, capacidades, facultades y logros que reflejan las perspectivas de este mundo.

¿Y qué tal si Jesús nos pidiera no renegar de la vulnerabilidad y que amaramos al prójimo desde la mutua dependencia? ¿qué tal si nos dijera que seamos crédulos, confiados, entregados al otro para justicia y bien? ¿qué tal si nos pidiera estar expuestos a los posibles maltratos, a la postergación social, a la sencillez, a la alegría simple, a lo azaroso de la vida, en Cristo? Y aún más, ¿qué tal si a todo eso Dios lo llamara “ser evangelizado”?

En el Evangelio de Marcos, la muerte vergonzosa de Jesús es un tema importante. Están quienes piensan que este Evangelio tiene como eje de composición la explicación del asesinato de Jesús como una muestra de poder divino; un poder construido bajo las perspectivas del amor incondicional al otro, la de la lealtad a Dios sobre todas las cosas, la de la humildad y servicio como una manera de sobreponerse y construir otra realidad a la regida por la prepotencia y el abuso del imperio romano y sus ideologías reinantes. Es en este marco que debemos observar que las diversas historias con niños en el Evangelio de Marcos son centrales. Todas ellas se desarrollan en el ministerio público de Jesús y nos ilustran a un Jesús que sería crucificado como un gesto de poder en la vulnerabilidad, como una muestra de lealtad y de amor hasta lo último.

En Marcos 2:1-12 se cuenta la historia de un joven o niño con parálisis. El uso del término téknon (“hijo”) para referirse a él sugiere su juventud o niñez (v. 5), pero también, señala una estrecha vinculación fomentada por la fe de este niño que Jesús admira (como nota, recuérdese que muy probablemente Jesús no tuvo esposa ni hijos). También es significativa la historia de Jairo, uno de los jefes de la sinagoga, cuya pequeña hija agoniza (Mc 5:22-24, 35-43). El centro de la historia no es la niña, sino el padre; y en este relato se puede ver un hermoso testimonio de fe producido por el amor a la hija que mueve al jefe de la Sinagoga a hacer a un lado su posición social para humillarse (“postrado”, “suplicaba mucho”, v. 23) ante Jesús y pedirle por un milagro. Jesús lo hace reviviendo a la pequeña.

La historia de la hija de la mujer sirofenicia nos invita a ver al mismo Jesús como quien recibe la bendición de bendecir (Mc 7:25-30). Se trata de una madre extranjera que ruega por un milagro de sanidad. Jesús sana a la pequeña tras recibir de la madre un testimonio de osadía, humildad y fe tal que no la encontró en Israel (“aún los perrillos comen de las migajas del piso”). Más adelante, en Marcos 9:17-29, se presenta a un joven / niño epiléptico cuyo padre le ruega a Jesús con una profunda sinceridad: “Creo, ayuda mi incredulidad”. En estas historias podemos ver que son los niños quienes motivan o testimonian la fe en Jesús como una entrega abierta, un proceso de comprensión y vivencia de lo que es observarlo como Mesías.

Los niños nos evangelizan

En Marcos 9:33-37 Jesús invierte los planos y son los niños el paradigma del poder de Dios y de la vida en el Reino. Los discípulos vienen discutiendo sobre su nueva posición social por ser los seguidores cercanos de Jesús, el Mesías. Sin cuestionar estas perspectivas se preguntan quién será “el brazo derecho”, el más favorecido de Jesús. Pero éste les dice que sus seguidores deben de procurar ser los primeros en servir al resto. Para explicarlo “tomó a un niño y lo puso en medio de ellos, y abrazándolo, les dijo: El que recibe en mi nombre a uno de estos niños, me recibe a mí”.

El gesto simbólico no solamente está en la elección de un niño, sino también en ubicarlo en “el centro de todos” y “abrazarlo”. En el abrazo existe la plena vinculación e identificación de Jesús con un niño como un niño. Cuando invita al resto a identificarse con ellos lo hace a partir de su propia vivencia, Jesús es como un niño. Jesús, el Mesías, se identifica como un pequeño postergado a un plano de poca jerarquía e importancia social. Alguien vulnerable que expresa desde esa condición la propuesta divina de hacer de la necesidad de cuidado de unos por los otros “un lugar de comunión en el Reino”. Un niño en el centro representa la opción de Jesús por los pobres, débiles y vulnerables, pero también, expresa su propia condición de vida que fue su mensaje más poderoso y que lamentablemente suele ser pasado por alto: el pobre de Nazaret.

En ese abrazo Jesús nos refleja un “lugar teológico”, allí nos encontraremos con Dios. “Estar allí” es darle visibilidad al lugar de vida que es una condición ineludible para conocer a Dios, para hablar en y sobre él. No hay lugar para conversiones simpáticas y meramente preocupadas en “un asunto”. No hay nada “interesante”. En el abrazo hay un gran menosprecio hacia la objetividad, hacia el tipo de poder que se presenta concentrado en uno, facultado por la soberbia en detrimento de las mayorías. Yo soy como este. Reconozco que me falta, por eso me abrazo a él. Lo que quiero es aprender de su vida, de su condición, de su historia… En el abrazo Jesús nos dice estar en el camino de la vulnerabilidad amorosa que es significada como el mejor lugar para bendecirnos unos a otros en justicia. Un niño nos evangeliza.

Otra historia muy conocida es la de Marcos 10:13-16. Pocas veces se ha observado que en el relato de Marcos esta escena continúa a la discusión sobre el divorcio en la que no se menciona lo que sucederá con los hijos pequeños ni la mujer que es objeto de propiedad. Es probable que este silencio reflejara precisamente la condición de muchos niños en tiempos de Jesús: la de menores cuyo valor es latente, que son vistos como el futuro, futuros adultos y adultas; posesiones de status (para ser papá o para ser mamá), pasivos a las decisiones, entre otras cosas. Con todo, esto no significa que no fuesen amados y que no se les dedicara cuidados, pero ese amor y cuidados estaban condicionados a las visiones de niñez y de su lugar en la sociedad.

Como podría esperarse por su edad, lo niños son “llevados a Jesús”. El texto no señala quienes son los que los llevan, pero podríamos pensar que se trata de mujeres que los cuidan. Quienes los llevan quieren que Jesús “los tocara”, gesto que está relacionado a ser bendecidos por él (cf. v. 16, recuérdese la solicitud de Jairo). La reacción de los discípulos, adultos todos ellos (¿en su mayoría varones?), fue la de reprender a quienes los llevaron. No se dice por qué precisamente las reprendían, pero podemos imaginar que verían tal hecho como una distracción de la importantes tareas del Mesías. Una acción como esta no respondería a su dignidad como Señor, especialmente, en una tarea pública.

Pero la exclamación de Jesús: “Dejen que los niños vengan a mí”, contrapone la visión de los seguidores de Jesús con la de quienes los traen a él. Aquellos discípulos de Jesús se siguen ciñendo a perspectivas patriarcales (que solamente son machistas, sino también adultocéntricos), y aún, patronales en los que el honor del hombre está vinculada al reconocimiento de los pares, y la pleitesía de los inferiores. Estos discípulos deben comprender que Jesús no está hablando meramente de “otro Reino”, sino más bien, de un no-Reino, de un vaciamiento desde adentro de las relaciones jerárquicas y discriminatorias de su propuesta del “reino, pero, de los cielos”.

La siguiente frase: “y no se lo impidan” es un paralelo a la frase anterior. Sin embargo, nos hace pensar en la múltiples maneras en que los seguidores de Jesús pueden “impedir” que los niños los evangelicen. Entiéndase, el impedimento no es meramente por el bien de los niños, sino principalmente por el de los adultos. No se trata de impedir que los niños sean alcanzados por Jesús, sino que los adultos no logren alcanzar a Jesús al impedir que los niños los evangelicen por ser su paradigma del no-Reino. Así, las concepciones adultocéntricas ignoran tal propuesta de Jesús y la domestican queriendo evangelizarlos a ellos. Pero este hecho no es una mera “domesticación”, sino el pleno abandono del contenido central del evangelio y de las búsquedas de la evangelización.

Esto nos debe hacer repensar, por ejemplo, en los llamados “ministerio de evangelización a niños”. Nos debe de hacer pensar en el mismo concepto de “evangelizar”. Hay ministerios, y no digo “todos”, que realmente necesitan advertir su falta de entendimiento sobre este tema y preguntarse si no deberían de cambiar o dejar de hacer lo que están haciendo. Necesitamos abrirnos a ser un “lugar de evangelización”, donde esta última sea una como una esfera de vida, un entretejido de relaciones salvíficas y vivificantes justas. ¿Cómo precisará ser la iglesia para no salir de la dinámica de ser evangelizada y evangelista? Definitivamente deberá de salir del paradigma que ubica a los niños como “el futuro de…”, y convertirse de su adultocentrismo a una espiritualidad de la vulnerabilidad, a identificarse siendo una iglesia que sufre como excluida como los excluidos, pero que también, es vivificada con la confianza puesta en el Dios del no-Reino, el reino de los cielos.

La inversión de planos que Jesús propuso nos ayudará a entender que la evangelización es una dinámica relacional donde debemos poner la vida, darlo todo. Las historias de padres adultos que son movidos hacia Jesús y la fe en él debe llevarnos a pensar en cómo nos posicionamos frente a los niños, a los pobres, a los excluidos, etc. Jesús, abrazándose a un niño para presentarlo como paradigma de vida y de servicio (ambas), nos lleva a plantear que la vinculación de adultos con los niños debe de ser la de verlos como un “lugar divino” en el que Dios nos encuentra, nos habla, nos enseña.

De esta manera, debemos preguntarnos si aquellas cualidades y posiciones que conforman la adultez están de acuerdo el corazón de Dios. Debemos de preguntarnos si nuestras visiones de seguridad, de poder, de sabiduría, de vida plena, del éxito, del tiempo, de lo importante, de las relaciones profundas, no deberían de ser abandonados del todos o en otros casos significativamente trastocados. Deberíamos de dejar de “adultizarlos” (una manera de des-evangelizarlos), y des-evangelizarnos para ser como niños (y de ese modo, realmente ser evangelizados). Tenemos tanto para ser bendecidos. Deberíamos de empezar por dejarnos abrazar por los niños, y quizá en esa vivencia también decirle al Señor: “Creo, ayuda mi incredulidad” (Mc 9:24).

– Este artículo fue publicado originalmente en la Revista Del Camino Nro. 19