Edesio Sánchez Cetina
¡Yo, yo, yo, yo, yo, yo…!
Y luego: A mí, para mí;
en mi opinión, a mi entender.
¡Mi, mí, mí, mí, mí…¡
La rana es mejor.
¡Cu, cu, cu, cu, cu!
Sólo los que aman saben decir ¡Tú!
(Jacinto Benavente)
El niño, de acuerdo con el testimonio bíblico, es imagen o metáfora de la concordia, la paz y la no-violencia. En el Salmo 8.2 se dice que es un bebé y un niño pequeño los que, representando a la raza humana, tienen la capacidad de detener la violencia, de “desarmar” al que busca venganza. En Isaías 11.6, el niño se convierte en líder y guía de una nueva visión del reino animal. En este nuevo reino, el lobo no le hace violencia al cordero; el tigre no destroza al cabrito; el león es compañero de juego del ternero. De allí que resulte contradictorio e inaceptable que sean precisamente los niños las principales víctimas de la violencia tanto en el hogar como en el resto de la sociedad.
En los siguientes párrafos de este ensayo, el desarrollo del texto de 2 Reyes 5 nos llevará a ver cómo una niña, víctima de la violencia estructural e internacional, se convierte en protagonista de paz, concordia y vida.
En su libro, When the Powers Fall («Cuando los poderes se derrumban»), Walter Wink apunta: «La víctima no le hace vista ciega al crimen, más bien se libera de la consecuente tortura psicológica, y abre un camino a través del cual se pueda encontrar la justicia, motivada no por la venganza, sino por la búsqueda del cambio y de la transformación universal».
Este es, considero yo, el móvil por medio del cual, la niña de 2 Reyes 5 abrió el camino para la curación y salvación del general del ejército sirio, Naamán. Ella era una naʽerá qetonáh («niña pequeña»), esclava en casa de Naamán, que había sido secuestrada en una de las escaramuzas que de manera frecuente practicaba el ejército sirio en territorio israelita (v. 2). En otras palabras, era una «prisionera de guerra».
Cómo se obtenían los esclavos
Por captura. Los cautivos, especialmente los prisioneros de guerra, eran por lo general reducidos a la esclavitud (Génesis 14.21; Números 31.9; Deuteronomio 20.14; 21.10ss; Jueces 5.30; 1 Samuel 4.9; 2 Reyes 5.2; 2 Crónicas 28.8, 10ss), costumbre que se remonta a los primeros documentos escritos, hasta más o menos el año 3000 a.C. y probablemente aun más allá (referencias en I. Mendelsohn, Slavery in the Ancient Near East, 1949, pp. 1–3).
Por secuestro. El acto de robar una persona, como también el de reducir a una persona secuestrada al estado de esclavitud, eran faltas que acarreaban la pena capital para el culpable, tanto en las leyes de Hamurabi (§ 14: DOTT, pp. 30; ANET, pp. 166) como en las de Moisés (Éxodo 21.16; Deuteronomio 24.7).
Esclavos extranjeros. 1. A diferencia de los esclavos hebreos, estos podían ser esclavizados permanentemente, y podían ser pasados de unos a otros juntamente con las demás posesiones de la familia (Levítico 25.44–46). Sin embargo, fueron incluidos en la mancomunidad hebrea sobre la base de precedentes patriarcales (la circuncisión, Génesis 17.10–14, 27) y participaban de las fiestas (Éxodo 12.44, la pascua; Deuteronomio 16.11, 14) y del día de reposo (Éxodo 20.10; 23.12).
A pesar de su situación de esclava de guerra, arrebatada de su familia a tan tierna edad y a merced de las disposiciones de sus amos, esta niña no consideró ni la amargura ni la venganza como estilo de vida, sino el del velar por el bienestar de su amo y de su salud.
Naamán era varón, miembro de la élite del poder sirio y admirado y respetado en su nación. Además, por medio de él –según el decir de la Escritura–, Dios le había dado grandes victorias a Siria (v. 1, TLA). Sin embargo, nada de eso lo libró de contraer la lepra.
De entrada, en la narración, se marca el radical contraste entre Naamán y la niña esclava. Este es poderoso y ella, vulnerable; él tiene nombre propio, ella, anónima; él está con su familia y su entorno natural, ella, en cambio, vive alejada de su familia y de su comunidad. Sin embargo, según cuenta la historia, ella posee algo que Naamán no tiene: la solución a su problema de salud: Esa niña le dijo a la esposa de Namán: «¡Si mi patrón fuera a ver al profeta Eliseo, que vive en Samaria, se sanaría de la lepra!» (v. 3). Y a partir de este punto, se desarrolla el relato hasta su desenlace.
A través de la historia, el narrador tiene como propósito mostrarles a los oyentes cuál es la verdadera alternativa para resolver un problema de vida, tal como lo vivían el poderoso Naamán y, como consecuencia de su estado de salud, su misma familia y el resto de su nación. Es obvio, como sucede en todo buen relato, que el autor nos llevará por los vericuetos de la complicación o nudo de la trama antes de conducirnos al clímax y al desenlace de la historia. Veamos todo, paso a paso.
De acuerdo con el narrador, la niña ha sido bien clara al indicarles a sus amos quién tiene la solución del problema de salud de Naamán y dónde hallarlo. A pesar de eso –y esto es exactamente lo que quiere el narrador recalcar–, Naamán, ante la noticia que le da la esposa, en lugar de recurrir a la niña, quien tenía la información correcta y precisa, se dirige, sin pensarlo dos veces, a informarle al rey de Siria. Y así sucederá en el resto de la historia: cada vez que Naamán recurre a los «adultos poderosos y hegemónicos» buscando solución a su problema, su salud y su restauración total sufrirán un terrible retraso o simplemente no obtendrá el resultado deseado.
Un cuidadoso análisis del relato mostrará que hay dos tipos de personajes a lo largo de la historia: los «héroes» y los «antihéroes». Los segundos se definen a partir de individuos y conductas que buscan mantener las reglas de juego del statu quo y de resolver los problemas por la vía del «mundo real». Con ellos como «ayudantes», Naamán nunca logrará sanarse ni restituirse. Los primeros, es decir, los «héroes» se definen a partir de individuos y conductas marcadas por el paradigma o imagen de la infancia y, obviamente, van en contra de las reglas y parámetros del statu quo. En otras palabras, los unos son «los niños» y los otros, «los adultos». Entre esos «adultos» tenemos al rey de Siria, al rey de Israel; entre los «niños», a la niña esclava, el profeta y los siervos de Naamán. Naamán, en el relato, empieza del lado «adulto», pero termina del lado «infantil»; a diferencia de él, Guehazí (o «Giazi») empieza como «niño», pero termina como un «adulto» antihéroe.
Es muy elocuente constatar y comparar la conducta de los dos reyes del relato. El rey de Siria –como era de esperarse en este relato–, nos deslumbra con desplantes de poder y riqueza desmesurada: le da órdenes precisas a Naamán, le da órdenes precisas al rey de Israel y envía a Naamán con una desproporcionada carga de oro, plata y ropas lujosas (vv. 5-6). El rey de Israel, por su parte, al recibir la carta de su colega se llena de angustia, lo invade el terror y queda totalmente nulificado; su conclusión no puede ser otra: Está buscando un pretexto para pelear conmigo (v. 7). Ambos detentan el poder y tienen el control de sus respectivos pueblos; pero en este relato, el rey de Israel solo piensa en sí mismo, en salvar el pellejo y, como consecuencia, no tiene la capacidad de recordar que en Israel «hay un profeta de Dios» (v. 8). Ni siquiera trató de informarse.
Si comparamos la situación de vida de la niña y la del rey de Israel, podemos concluir que ambos sufren a consecuencia del poder avasallador y devastador del rey de Siria. Sin embargo, ambos actúan de manera diferente ante esa situación. El rey de Israel sigue el juego de las reglas del statu quo y, por no tener las agallas de enfrentarse al poder hegemónico de Siria, se refugia en la segunda salida, la del «sálvese quien pueda», la del individualismo, la de la falta de solidaridad, la del miedo y la apatía. La niña, por su parte, no apela a las reglas del statu quo, no «pierde la cabeza» ante las situaciones de angustia y adversidad, ni se encierra en su dolor y pena, sino que perdona, piensa en el otro y va directamente a la fuente de la solución del problema que vive «el enemigo».
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